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Ciclismo antiguo

Los maravillosos años de Oscar Freire

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Cuando llegan los Mundiales resulta inevitable recordar la figura de Óscar Freire. Es comenzar a hablar a favoritos, del perfil de la prueba de fondo, de si el repecho es selectivo o no, de cómo es la recta de meta… Y me disculparéis, pero en esos momentos uno siente algo de nostalgia al no poder incluir en sus cábalas al ‘genio del arcoíris’.

No parece, éste de Ponferrada, un circuito malo para el cántabro para Freire. También en la anterior ocasión que los Mundiales se celebraron en España, Madrid 2005, el recorrido era propicio para Freire, pero una lesión le dejó sin Mundial, por lo que durante su  carrera el campeón cántabro no pudo correr nunca un Mundial en casa como profesional. Este matiz de “como profesional” es importante, porque unos meses antes de debutar en la máxima categoría con Vitalicio Seguros –del hoy seleccionador Javier Mínguez-, Óscar Freire tomó parte en los Mundiales de San Sebastián 1997, en los que con una plata al sprint en la categoría Sub-23, comenzó a escribir su historia dorada con esta mítica prueba, la que le elevó al Olimpo del ciclismo internacional con sus tres títulos de fondo.

Verona 1999

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Francisco Antequera, seleccionador nacional, tenía una labor previa a los Mundiales tan o más complicada que dirigir a sus corredores: convencerlos para completar una lista de 12. En ese contexto, que hubiera algún joven por medio o algún gregario más o menos, venía siendo poco importante. Costaba llevar al Mundial a gente motivada. Incluso llevar a un chico que llevaba toda la temporada en blanco se aceptaba con resignación.  Pero aquel chaval de Torrelavega, de 23 años, tenía clase, mucha clase, y un descaro que le permitió llegar al último kilómetro incrustado entre el reducido grupo de los mejores y ejecutar un movimiento maestro para llegar en solitario, brazos en algo, como flamante campeón del Mundo.

Nadie hubiera apostado jamás por ese final. Cuenta José Manuel Pérez Rivas ‘Cundo’, su primer entrenador en la Escuela de ciclismo cuando tenía 9 años, que en los días previos al Mundial de Verona, en pleno masaje, charlaban tranquilamente barruntando quién podría ser el nuevo arcoíris días más tarde. Cundo y Laura, novia de Freire por aquel entonces, dejaban caer nombres… éste, aquel, el otro… y Óscar en la camilla les espetó “pero bueno, qué estáis diciendo, este Mundial lo voy a ganar yo”.

Lisboa 2001

Oro en Verona, bronce un año después en Plouay, en el Mundial de Lisboa la selección española era señalada ya como uno de los equipos a batir y Óscar Freire era claro candidato al título. La apuesta de Antequera había dado sus frutos, ¡ya tenía que elegir! y España acudía con una renovada ilusión por competir en el Mundial y arropar a su líder indiscutible. Óscar no llegaba tan bien como él hubiera querido, pero el trabajo de sus compañeros le sirvió el triunfo en bandeja. Los metros finales, con una llegada en ligera bajada, fueron cosa suya, claro está, con ese sprint junto a la valla jugándose el físico como nunca para sobrepasar a Dekker. La sensación final era que la selección funcionaba como grupo.

Fue el año del extraño movimiento de Lanfranchi, ayudando a España a anular la fuga de  Simoni en los últimos 5 kilómetros, de la mano que echó Santiago Botero en la recta final para subir a Freire a puestos delanteros antes de que Vicioso le lanzara el sprint y, como no, fue el año en que Freire se perdió por Lisboa cuando sus compañeros le dejaron a mitad de entrenamiento a dos rotondas el hotel. Apareció horas después en taxi después de haber recorrido la ciudad buscando un hotel ‘blanco’ desde donde se veía un campo de fútbol.

Verona 2004           

Igor Astarloa ejerció de outsider y la jugada salió perfecta para España en Hamilton 2003, en  Canadá, con lo que la selección acudía a Verona con un nuevo pensamiento al Mundial: apostamos por Freire, pero guardamos la baza de Igor o de Valverde por si surge la opción para ellos. Óscar llegó pletórico. Su presencia en carrera era intimidatoria y si en la última subida había que saltar a controlar un intento de fuga importante como el de Ivan Basso, el cántabro salía con facilidad a anularlo en primera persona. Desde el primer día de entrenamiento en Verona, Freire admitía tener un pálpito especial con esta ciudad.

La selección volvió a trabajar con una unidad admirable, con cinco corredores en el reducidísimo grupo que debía jugarse las medallas. Entre ellos, Alejandro Valverde, que condujo a Freire en el sprint hasta los últimos 200 metros, dejándole en una situación ideal para que rematara ante Zabel –a quien ya birló la Milán-San Remo aquel marzo-. Triplete histórico para Óscar, que visto el trabajo de sus compañeros no dudó en afirmar que “nunca me hubiera perdona haber fallado”.

Aquel sprint ha servido de salvaguarda para muchos fans de Valverde a la hora de justificar los ‘desencuentros’ tácticos que vinieron después entre ambos corredores. No era posible dudar de Valverde porque ya renunció una vez a sus opciones por ayudar a Freire…

Lo cierto es que tras ese Mundial de 2004, la selección no fue lo mismo. Freire se ausentó por lesión en 2005 y 2006 y en su regreso se encontró un escenario bien diferente. Ya no era el único líder, otros se creían legitimados también a luchar sus bazas por el oro y el ‘todos para uno’ dejó de ser prioritario. Paralelamente, se ha pasado de los elogios de antaño al trabajo del grupo a lamentar con demasiada frecuencia los errores tácticos de las estrellas españolas. Ojalá no pase en Ponferrada lo que vivimos en Florencia hace un año.

Por Juanma Muraday, autor de “Oscar Freire, el genio del arcoíris

Imagen tomada de www.elpeloton.net

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Ciclismo antiguo

1994: La Flecha Valona que cambió el ciclismo

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Nada fue igual tras la Flecha Valona de 1994 y los azules haciendo pleno

La primera parte de los noventa se tiene como la época más oscura de la historia del ciclismo y muchos toman la Flecha Valona de 1994 como el cénit.

No son pocos los testimonios que hablan de un ciclismo psicodélico, de corredores que no corrían, volaban, de cosas raras, de podencos hechos caballos de carreras,…

Testimonios no faltan.

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Dos son elocuentes. Greg Lemond justifica parte de su declive por las dos velocidades de aquel ciclismo, un salto de rendimiento que apuntaba una sustancia cuyas siglas eran EPO. David Millar habla en su libro de sus primeras carreras como algo inalcanzable, no había ni roto a sudar que el pelotón ya les había dejado de rueda.

#DiaD 20 de abril de 1994

En el año 94, la Vuelta a España seguía disputándose en abril.

En la antesala de la misma estaba el tríptico de las Ardenas, pero en orden diferente al actual. Una semana después de Roubaix, se corría la Lieja, luego la Flecha Valona y finalmente la Amstel, posteriormente vendría la Vuelta que en esa ocasión dominaría a placer Tony Rominger.

La Flecha Valona se presentaba como la reválida para Eugeny Berzin. El ruso de rubia cabellera había ganado en Lieja días antes y era la punta de lanza del potente Gewiss. Por nombres el equipo celeste copaba las apuestas, sin embargo, los italianos no querían ganar, querían sencillamente coparlo todo.

En el llano que precedía el muro de Huy, Berzin, que iba insultantemente fácil, tomaba unos metros sin que nadie osara seguirle, salvo sus dos compañeros Moreno Argentin y Giorgio Furlan. En la cima de Huy Argentin culminaba la masacre, siendo primero por delante de sus dos colegas.

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Ellos ruedan y nosotros nos quedamos. Hacen que ir en bici parezca sencillo, no necesitan ni preparar estrategia alguna” dijo Gérard Rué, el gregario de Miguel Indurain, preso de la incredulidad.

Los peores temores que circulaban por el pelotón se hacían realidad y las sospechas no tardaron en plasmarse cuando al día siguiente en una conversación entre Michele Ferrari y varios periodistas, en una pedanía de Lieja, el galeno afirmaba sin pudor:

Si yo soy ciclista y sé que hay una sustancia que mejora el rendimiento y otros la usan, yo también la utilizaría. La EPO no es mala, sólo lo es si abusas de ella, como si te atiborras de zumo de naranja”.

En efecto, el ciclismo de dos velocidades ya era un secreto publicado y público, la caja de pandora se había abierto, estallaría en pocos años…

Imagen: Cronoescalada

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Ciclismo antiguo

Amstel Gold Race by Jan Raas

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Nadie dominó la Amstel Gold Race como Jan Raas

Jan Raas fue una de las esas buenas figuras que tuvo el ciclismo a finales de los setenta y principios de la siguiente, que hizo de la Amstel Gold Race su feudo, se la llamó «Amstel Gold Raas».

Nacido en 1952, fue posiblemente el primer ciclista con pinta de intelectual.

Todo un espejo donde se miró el maître Fignon.

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Fue posiblemente el gran valedor de esa megaestructura neerlandesa llamada Ti Raleigh comandada por Peter Post.A Raas la victoria le gustaba más que a un tonto un lápiz 

Era perrete, parecía italiano más que ciudadano del respetable reino neerlandés.

Gustaba, además, de tomar el pelo a los rivales.

Su último gran triunfo fue en el Tour de 1984, una etapa donde puteó con tino al visceral Marc Madiot, hasta que le rebañó la victoria toda vez que le había asegurado que no estaba para dar relevos.

Sin embargo tuvo gestos encomiables, como cuando renunció al amarillo en un prólogo muy condicionado por la furiosa lluvia.

Eso sí, al día siguiente se empleó a fondo para vestirlo en buena lid.

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Éste era Jan Raas

Integraron con él el Ti Raleigh, Gerrie Knetemann, Henk Lubberding y un ciclista de apellido impronunciable, Bert Oosterbosch, quien posiblemente alimente parte del exorcismo presente que mantienen en Países Bajos frente al dopaje.
El de Eindhoven pudo ser por edad y ciclo competitivo uno de los pioneros en el uso de EPO.
Hay opiniones encontradas, pero lo que es constatable es que fue encontrado muerto por paro cardiaco a la edad de 42 años.
Con el tiempo Raas sería mentor de otro gran equipo holandés, la Buckler, ese bloque de los noventa compuesto por tremendos gigantones, el origen del actual Jumbo.

En 1977 Jan Raas ganó su primera Amstel, poco después de hacerlo en San Remo

Abrió por entonces el mejor periodo jamás logrado a título individual en la fiesta ciclista nacional y holandesa.
En sus orígenes, la Amstel debió partir de Amsterdam para acabar en la zona del Limburgo, lo que viene a ser la única montaña del plano estado bañado por el mar del Norte.
Las primeras salidas se tuvieron que ir finalmente a Breda, donde la rendición.
Mucho más joven que sus coetáneas valonas, la Amstel nació en 1967 si bien antes su creador, Herman Krott, logró que la empresa cervecera patrocinara un equipo amateur.
La Amstel surgió en cierto modo como culminación a los muchos critériums que poblaban el calendario nacional.
Eran muchos pero casi sin entidad.
Los Países Bajos que tan buenísimos ciclistas tenían necesitaban un acontecimiento de primer orden.
Si Limburgo es su hábitat, el Cauberg, su faro.
Raas tiene aquí su lugar fetiche, pues al margen de ser campeón del mundo, encadenó cuatro éxitos aunque alguno embarrado en la polémica como en un raro transitar de los coches de carrera que le acabó por beneficiar frente a Francesco Moser en 1979.
El ciclo de Raas lo interrumpió Bernard Hinault, cuando lo relegó a la quinta plaza una vez batió a De Vlaeminck.
Al siguiente Raas volvería a ganar.
Cinco veces campeón, el fenomenal ciclista tulipán es destacadísimo recordman de esta carrera pues lejos se ubican Knetemann, Merckx y Jaermann, dos veces ganadores, y Gilbert, con triple corona cervecera

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Ciclismo antiguo

El Tourmalet, Indurain, Chiapucci…

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1991, en aquella subida y bajada al Tourmalet no sólo sucedió el gran salto de Miguel Indurain

No sé cómo, aunque puedo imaginarlo, el otro día el algoritmo me recomendó echarle un ojo a este vídeo que me llevó directo al Tour 1991, el Tourmalet, Indurain, Chiapucci y cia.

Dicen que el tiempo da perspectiva, que alejarte de proporciona mejor visión de los sucedido y sin duda de las consecuencias y en esta ocasión pude corroborarlo.

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Ver aquella grabación me gustó, con los cortes de voz de Pedro González en TVE y Javier Ares y Luis Ocaña en las retransmisiones de radio de José María García.

Total que me papeé toda la subida y bajada a aquel histórico paso por el puerto más emblemático del Tour de Francia, una jornada que 33 años después sigue siendo histórica por lo mucho que pasó en aquella subida.

Recordad que la carrera venía de España, de Jaca, donde la hinchada se había decepcionado fuertemente con la actitud de los Banesto por no empezar a asediar el liderato de facto de Greg Lemond, dorsal 1 y gran favorito.

De hecho, durante un momento de la subida, el narrador de TVE, Pedro González, afirmaba que al americano se le veía seguro y fuerte, con visos de salir de amarillo aquella jornada de 250 kilómetros.

Sin embargo, Luis Ocaña no tenía tanta confianza en el americano, su lenguaje corporal no invitaba al optimismo y acertó.

Estábamos presenciando un cambio generacional en toda regla y no éramos conscientes de ello.

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Con Chiapucci abriendo camino en el Tourmalet, e Indurain siempre pegado a su rueda, Perico ya había cedido, Fignon nadaba contracorriente y Lemond acabaría descolgado.

Los de la generación del 64 -a la que perteneció también nuestro invitado del otro día, Raúl Alcalá, aunque en esa etapa ya se había retirado- habían derribado la puerta a por el trozo gordo del pastel.

Y no se irían en unos años, encabezados por Miguel Indurain.

Sin saberlo en esos instantes, estábamos viendo un cambio de orden y la marcación de las jerarquías en ese mismo orden, puesto que el momento de duda de Gianni Bugno, una vez pasado el descenso del Tourmalet le sacaría para siempre de las quinielas del Tour de Francia.

El Tourmalet siempre ha sido mágico, el gran anfiteatro del ciclismo, ha tenido mejores y peores ediciones, pero aquella tarde de julio de 1991 fue el gran «revolucionario» del ciclismo que nos asaltaba y marcaron los años más felices viendo este deporte.

Por suerte, mirándolo ahora, aquella magia, el cosquilleo anterior a las grandes carreras sigue y sólo espero que esa llama no se apague.

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Ciclismo antiguo

Francesco Moser, “signore Roubaix”

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En la leyenda de Moser, Roubaix es un lugar esencial

La historia es caprichosa, como muchas veces hemos dicho, y situamos a corredores en nuestro imaginario en una faceta que, aunque siendo cierta, no es la única que vistió su leyenda, sucede con Moser y Roubaix.
Por eso cuando la imagen más divulgada de Francesco Moser es la de ese ciclista ancho, profunda mirada, pelo negro, angulada cara y perfil corpulento, sobre la rompedora máquina con la que destrozó el récord de la hora en las altitudes de Ciudad de México, sólo es eso, una faceta, un perfil ideal, una forma de recordar un corredor que fue mucho más y logró mucho más.

Moser también tiene un Giro, el de 84, una carrera marcada por las múltiples influencias que concurrieron para que ganara un italiano ante la insolente juventud que despertaba de Laurent Fignon, que a todas luces fue el ganador moral de aquella carrera. Público hostil, helicópteros que empujaban en las cronos,… Moser tenía que ganar por lo civil o lo criminal. Así lo hizo.

Pero hay una tercera faceta, conocida aunque quizá menos por muchos, las clásicas, y es que Francesco Moser, ese ciclista de porte elegante, rodar agresivo y tremenda ambición, tiene en su palmarés nada menos que seis monumentos: tres Roubaix, dos Lombardías y una San Remo, un botín que le sitúa entre los mejores de siempre, especialmente en el Infierno del Norte, donde sólo le superan De Vlaeminck y Boonen.

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De hecho Moser es el tercer mejor ciclista del mundo sobre los afilados adoquines encadenando, y eso sí que es difícil, por lo imprevisible de la carrera, tres triunfos consecutivos, logrados en un tiempo en el que las clásicas tenían grandes nombres de todos los tiempos, aunque especialmente uno, Roger De Vlaeminck, ese que llamaban el Gitano, que nunca tuvo amigos, ni siquiera en su propio equipo.

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Así las cosas en la Roubaix del 78, Moser, arco iris a la espalda, arco iris que ganó en Venezuela, se presentó ante “Monsieur Roubaix” como alternativa ganadora a la mejor carrera del año.
El italiano, listo como el hambre, jugó sus bazas sin esperar instrucciones del gran jefe. Realizó dos ataques, primer a 23 de meta y luego a 18 para romper la resistencia de Maertens y Raas, mientras el influjo de De Vlaeminck se hacía notar.

Moser llegó solo al velódromo y De Vlaeminck echaba fuego. “Este tipo es un desagradecido” escupía por esa boca que no dejaba indiferente, como cuando dijo que las cuatro Roubaix de Boonen tenían menos mérito que las suyas.

Cabreado, el gitano cambió de equipo, a sabiendas que su tiempo, aunque glorioso, era caduco frente a las hechuras del joven Moser.
El belga al Gis, Moser en el Sanson.

En 1979 le ganaría por la mano otra Roubaix, dejándose segundo, sintomático.

Al año Francesco renovaría la corona en el infierno tras reaccionar a un ataque de largo radio protagonizado por Thurau. Moser arrastró a su sombra, De Vlaeminck, y a Duclos Lasalle. Les acabaría dejando. Era la tercera.

Pero si Roubaix fue el foco de su enemistad con De Vlaeminck, Lombardía fue otra de las cabezas de esa hidra de mil cabezas que fue su relación con Giuseppe Saronni.

En una rivalidad que para Italia era reverdecer los tiempos de Coppi y Bartali, Moser y Saronni entablaron su enemistad desde el momento que corrieron juntos el mundial haciendo de todo aquello que compitieran un corralillo de gallos enfermizos.

En ese clima se corría en la Italia a caballo entre los setenta y los ochenta y en ese clima Moser se llevó dos Lombardías, uno de ellos delante de Hinault, y San Remo, entrando solo en la Via Roma, tras desplegar toda su sabiduría en el descenso del Poggio.

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