Ciclismo antiguo
¿Qué hubo de cierto en lo de Bahamontes y el helado?
Ahora que tenemos tiempo vamos a ese helado que rodea la mística de Bahamontes
No puedo por menos que exponer en estas páginas una anécdota que tuvo en su tiempo una gran repercusión en el ámbito deportivo y que dio rápidamente la vuelta al mundo a través de los medios informativos. La protagonizó mi buen amigo el ciclista español Federico Martín Bahamontes y ese famoso helado.
Fue mucha la tinta vertida por los periódicos de aquellas épocas. Había como una necesidad por plasmar alguna noticia que tuviera ribetes sensacionalistas. Nos hemos de situar en el Tour de Francia del año 1954, que tuve la suerte de seguir varias etapas como invitado en el coche del conocido e insigne periodista Gaston Benac, que trabajaba en la dirección del importante rotativo galo France Soir, un entusiasta y buen conocedor del deporte de las dos ruedas.Antecedentes
Era la primera vez que el ciclista toledano se alineaba en el Tour. Se le consideraba todavía algo desconocido, aunque se le tildaba como un personaje jovial, todo temperamento y un tanto locuaz con las gentes. Con anterioridad se había distinguido con cierta autoridad dentro de nuestras fronteras. En cualquier escalada a cualquier puerto de alta montaña, se debía contar con el ímpetu desenvuelto de un tal Bahamontes, una estrella todavía desconocida en los ámbitos de la bicicleta.
Se había distinguido particularmente en la Vuelta a Asturias del año 1953, en dónde mostró sus dotes innatos como escalador que le llevaron a conquistar con soltura el Gran Premio de la Montaña. El vencedor absoluto de aquella prueba fue el malogrado Antonio Gelabert, mallorquín por más señas. Días después, Bahamontes concurrió en la Volta a Catalunya, confirmando su capacidad física cara a su porvenir. Le faltaba pulir su manera de correr y asentar su espíritu un tanto fogoso. Debía dosificar mejor los esfuerzos para obtener un mejor rendimiento en la carretera. En el Tour de Francia hizo gala de su gran facilidad cuando la carrera iba cuesta arriba, especialmente tanto en los grandes puertos alpinos como los pirenaicos. Espíritu inquieto, siempre agitado, cuando la carretera se enfilaba y se perdía hacia las altas cumbres. Nadie entre los ciclistas se sentía con ánimos para hacerle sombra en el terreno de alta montaña.
El escenario: El Col de Romeyère
Fue en el transcurso de la ascensión al puerto de Romeyère, de 1.074 metros de altitud, punto elegido por el ciclista toledano para evadir del gran pelotón y adquirir una ventaja en minutos un tanto notable. Coronó la cima en solitario y con una renta de tiempo un tanto acentuada. Tomó la decisión inesperada de apearse de la bicicleta y sentarse al borde del bordillo de la carretera ante la mirada sorprendida de miles y miles de aficionados que estaban allí presentes contemplando de cerca las vicisitudes del Tour 1954, aquel magno y multicolor espectáculo deportivo. Todos quedaron estupefactos por la escena que vislumbraron. Efectivamente, había en la misma cumbre, en un punto cercano y perfectamente localizable, un modesto vendedor de helados con un pequeño y deteriorado carrito de color más bien blanquecino, que llamaba a la atención. Alguien entre el público se apiadó de Bahamontes, aquel nuevo ídolo que parecía surgir de la nada, ofreciéndole un helado que el toledano aceptó con enorme fervor y encendida gratitud.
El tomarse un simple helado
Las gentes se preguntaban qué extraño suceso era aquel. De un hombre que había llegado primero en la cima y que reponía sus fuerzas con un simple cornete lleno de vainilla. Mucha tinta, repetimos, consumió la prensa para comentar aquel hecho que parecía inédito. Este hecho acontecía en la decimoséptima etapa que llevó a los corredores de la ampulosa ciudad de Lyon a la bien conocida población de Grenoble.
Cada cual de los allí presentes hizo su comentario particular al respecto, de lo que se estaba viendo, siempre bajo un prisma un tanto propio e imaginativo. Bahamontes, al que nos une de años una sincera y gran amistad, me confirmó debidamente que aquella parada momentánea había sido debido a una avería que había sufrido mientras ascendía al puerto de referencia que hemos aludido. No había sucedido otra cosa que la simple rotura de un par de radios ubicados en la rueda trasera. Era arriesgado, con la rueda acusadamente descentrada, afrontar el descenso de aquel puerto cuestionado. Se quedó a esperar el coche de asistencia del equipo español, cuyo director técnico en aquel entonces era el madrileño y bien conocido Julián Berrendero, al que muchos le apodaban “El negro de los ojos azules”. Tardó un buen rato en llegar el coche auxiliar con su mecánico, el tiempo suficiente para tomarse tan suculento y sabroso helado que despertó tantas y chocantes controversias.
Este suceso dio la vuelta al mundo varias veces. Se comentó, repetimos, en términos inimaginables. La verdadera razón o circunstancia de aquella parada obligada había sido la rotura simple de un par de radios. Se solventó al fin la avería, facilitándole una nueva rueda hasta que la calma de aquel acontecimiento volviera las aguas a su cauce normal. La etapa, simple curiosidad, no la ganó Bahamontes, que a la larga fue alcanzado, sino el corredor regional francés llamado Lucien Lazaridès.
El apodo de “El águila de Toledo”
Para terminar este comentario y esta realidad que viví muy de cerca, he de adicionar al mismo tiempo un eco relativo a Monsieur Jacques Goddet, hombre de gran prestigio, director del Tour en aquel entonces y al que tuve la oportunidad de conocerle muy amistosamente. De él quisiera decir que fue el que se le ocurrió la iniciativa o la idea de apodar a Bahamontes con el apelativo de “El águila de Toledo”, un sobrenombre que se hizo muy popular en la esfera internacional del pedal. Nunca olvidaré este detalle que el infatigable e inolvidable Monsieur Goddet me venía repitiendo a mis oídos cuando teníamos la oportunidad de saludarnos y hablar de nuestras cosas y de nuestro ciclismo. Me impactaron sus doctos conocimientos que alimentaron todavía más mi afición por la bicicleta.
Por Gerardo Fuster
Ciclismo antiguo
1994: La Flecha Valona que cambió el ciclismo
Nada fue igual tras la Flecha Valona de 1994 y los azules haciendo pleno
La primera parte de los noventa se tiene como la época más oscura de la historia del ciclismo y muchos toman la Flecha Valona de 1994 como el cénit.
No son pocos los testimonios que hablan de un ciclismo psicodélico, de corredores que no corrían, volaban, de cosas raras, de podencos hechos caballos de carreras,…
Testimonios no faltan.
Dos son elocuentes. Greg Lemond justifica parte de su declive por las dos velocidades de aquel ciclismo, un salto de rendimiento que apuntaba una sustancia cuyas siglas eran EPO. David Millar habla en su libro de sus primeras carreras como algo inalcanzable, no había ni roto a sudar que el pelotón ya les había dejado de rueda.
#DiaD 20 de abril de 1994
En el año 94, la Vuelta a España seguía disputándose en abril.
En la antesala de la misma estaba el tríptico de las Ardenas, pero en orden diferente al actual. Una semana después de Roubaix, se corría la Lieja, luego la Flecha Valona y finalmente la Amstel, posteriormente vendría la Vuelta que en esa ocasión dominaría a placer Tony Rominger.
La Flecha Valona se presentaba como la reválida para Eugeny Berzin. El ruso de rubia cabellera había ganado en Lieja días antes y era la punta de lanza del potente Gewiss. Por nombres el equipo celeste copaba las apuestas, sin embargo, los italianos no querían ganar, querían sencillamente coparlo todo.
En el llano que precedía el muro de Huy, Berzin, que iba insultantemente fácil, tomaba unos metros sin que nadie osara seguirle, salvo sus dos compañeros Moreno Argentin y Giorgio Furlan. En la cima de Huy Argentin culminaba la masacre, siendo primero por delante de sus dos colegas.
“Ellos ruedan y nosotros nos quedamos. Hacen que ir en bici parezca sencillo, no necesitan ni preparar estrategia alguna” dijo Gérard Rué, el gregario de Miguel Indurain, preso de la incredulidad.
Los peores temores que circulaban por el pelotón se hacían realidad y las sospechas no tardaron en plasmarse cuando al día siguiente en una conversación entre Michele Ferrari y varios periodistas, en una pedanía de Lieja, el galeno afirmaba sin pudor:
“Si yo soy ciclista y sé que hay una sustancia que mejora el rendimiento y otros la usan, yo también la utilizaría. La EPO no es mala, sólo lo es si abusas de ella, como si te atiborras de zumo de naranja”.
En efecto, el ciclismo de dos velocidades ya era un secreto publicado y público, la caja de pandora se había abierto, estallaría en pocos años…
Imagen: Cronoescalada
Ciclismo antiguo
Amstel Gold Race by Jan Raas
Nadie dominó la Amstel Gold Race como Jan Raas
Jan Raas fue una de las esas buenas figuras que tuvo el ciclismo a finales de los setenta y principios de la siguiente, que hizo de la Amstel Gold Race su feudo, se la llamó «Amstel Gold Raas».
Nacido en 1952, fue posiblemente el primer ciclista con pinta de intelectual.
Todo un espejo donde se miró el maître Fignon.
Fue posiblemente el gran valedor de esa megaestructura neerlandesa llamada Ti Raleigh comandada por Peter Post.A Raas la victoria le gustaba más que a un tonto un lápiz
Era perrete, parecía italiano más que ciudadano del respetable reino neerlandés.
Gustaba, además, de tomar el pelo a los rivales.
Su último gran triunfo fue en el Tour de 1984, una etapa donde puteó con tino al visceral Marc Madiot, hasta que le rebañó la victoria toda vez que le había asegurado que no estaba para dar relevos.
Sin embargo tuvo gestos encomiables, como cuando renunció al amarillo en un prólogo muy condicionado por la furiosa lluvia.
Eso sí, al día siguiente se empleó a fondo para vestirlo en buena lid.
Éste era Jan Raas
En 1977 Jan Raas ganó su primera Amstel, poco después de hacerlo en San Remo
Ciclismo antiguo
El Tourmalet, Indurain, Chiapucci…
1991, en aquella subida y bajada al Tourmalet no sólo sucedió el gran salto de Miguel Indurain
No sé cómo, aunque puedo imaginarlo, el otro día el algoritmo me recomendó echarle un ojo a este vídeo que me llevó directo al Tour 1991, el Tourmalet, Indurain, Chiapucci y cia.
Dicen que el tiempo da perspectiva, que alejarte de proporciona mejor visión de los sucedido y sin duda de las consecuencias y en esta ocasión pude corroborarlo.
Ver aquella grabación me gustó, con los cortes de voz de Pedro González en TVE y Javier Ares y Luis Ocaña en las retransmisiones de radio de José María García.
Total que me papeé toda la subida y bajada a aquel histórico paso por el puerto más emblemático del Tour de Francia, una jornada que 33 años después sigue siendo histórica por lo mucho que pasó en aquella subida.
Recordad que la carrera venía de España, de Jaca, donde la hinchada se había decepcionado fuertemente con la actitud de los Banesto por no empezar a asediar el liderato de facto de Greg Lemond, dorsal 1 y gran favorito.
De hecho, durante un momento de la subida, el narrador de TVE, Pedro González, afirmaba que al americano se le veía seguro y fuerte, con visos de salir de amarillo aquella jornada de 250 kilómetros.
Sin embargo, Luis Ocaña no tenía tanta confianza en el americano, su lenguaje corporal no invitaba al optimismo y acertó.
Estábamos presenciando un cambio generacional en toda regla y no éramos conscientes de ello.
Con Chiapucci abriendo camino en el Tourmalet, e Indurain siempre pegado a su rueda, Perico ya había cedido, Fignon nadaba contracorriente y Lemond acabaría descolgado.
Los de la generación del 64 -a la que perteneció también nuestro invitado del otro día, Raúl Alcalá, aunque en esa etapa ya se había retirado- habían derribado la puerta a por el trozo gordo del pastel.
Y no se irían en unos años, encabezados por Miguel Indurain.
Sin saberlo en esos instantes, estábamos viendo un cambio de orden y la marcación de las jerarquías en ese mismo orden, puesto que el momento de duda de Gianni Bugno, una vez pasado el descenso del Tourmalet le sacaría para siempre de las quinielas del Tour de Francia.
El Tourmalet siempre ha sido mágico, el gran anfiteatro del ciclismo, ha tenido mejores y peores ediciones, pero aquella tarde de julio de 1991 fue el gran «revolucionario» del ciclismo que nos asaltaba y marcaron los años más felices viendo este deporte.
Por suerte, mirándolo ahora, aquella magia, el cosquilleo anterior a las grandes carreras sigue y sólo espero que esa llama no se apague.
Ciclismo antiguo
Francesco Moser, “signore Roubaix”
En la leyenda de Moser, Roubaix es un lugar esencial
La historia es caprichosa, como muchas veces hemos dicho, y situamos a corredores en nuestro imaginario en una faceta que, aunque siendo cierta, no es la única que vistió su leyenda, sucede con Moser y Roubaix.
Por eso cuando la imagen más divulgada de Francesco Moser es la de ese ciclista ancho, profunda mirada, pelo negro, angulada cara y perfil corpulento, sobre la rompedora máquina con la que destrozó el récord de la hora en las altitudes de Ciudad de México, sólo es eso, una faceta, un perfil ideal, una forma de recordar un corredor que fue mucho más y logró mucho más.
Moser también tiene un Giro, el de 84, una carrera marcada por las múltiples influencias que concurrieron para que ganara un italiano ante la insolente juventud que despertaba de Laurent Fignon, que a todas luces fue el ganador moral de aquella carrera. Público hostil, helicópteros que empujaban en las cronos,… Moser tenía que ganar por lo civil o lo criminal. Así lo hizo.
Pero hay una tercera faceta, conocida aunque quizá menos por muchos, las clásicas, y es que Francesco Moser, ese ciclista de porte elegante, rodar agresivo y tremenda ambición, tiene en su palmarés nada menos que seis monumentos: tres Roubaix, dos Lombardías y una San Remo, un botín que le sitúa entre los mejores de siempre, especialmente en el Infierno del Norte, donde sólo le superan De Vlaeminck y Boonen.
De hecho Moser es el tercer mejor ciclista del mundo sobre los afilados adoquines encadenando, y eso sí que es difícil, por lo imprevisible de la carrera, tres triunfos consecutivos, logrados en un tiempo en el que las clásicas tenían grandes nombres de todos los tiempos, aunque especialmente uno, Roger De Vlaeminck, ese que llamaban el Gitano, que nunca tuvo amigos, ni siquiera en su propio equipo.
Así las cosas en la Roubaix del 78, Moser, arco iris a la espalda, arco iris que ganó en Venezuela, se presentó ante “Monsieur Roubaix” como alternativa ganadora a la mejor carrera del año.
El italiano, listo como el hambre, jugó sus bazas sin esperar instrucciones del gran jefe. Realizó dos ataques, primer a 23 de meta y luego a 18 para romper la resistencia de Maertens y Raas, mientras el influjo de De Vlaeminck se hacía notar.
Moser llegó solo al velódromo y De Vlaeminck echaba fuego. “Este tipo es un desagradecido” escupía por esa boca que no dejaba indiferente, como cuando dijo que las cuatro Roubaix de Boonen tenían menos mérito que las suyas.
Cabreado, el gitano cambió de equipo, a sabiendas que su tiempo, aunque glorioso, era caduco frente a las hechuras del joven Moser.
El belga al Gis, Moser en el Sanson.
En 1979 le ganaría por la mano otra Roubaix, dejándose segundo, sintomático.
Al año Francesco renovaría la corona en el infierno tras reaccionar a un ataque de largo radio protagonizado por Thurau. Moser arrastró a su sombra, De Vlaeminck, y a Duclos Lasalle. Les acabaría dejando. Era la tercera.
Pero si Roubaix fue el foco de su enemistad con De Vlaeminck, Lombardía fue otra de las cabezas de esa hidra de mil cabezas que fue su relación con Giuseppe Saronni.
En una rivalidad que para Italia era reverdecer los tiempos de Coppi y Bartali, Moser y Saronni entablaron su enemistad desde el momento que corrieron juntos el mundial haciendo de todo aquello que compitieran un corralillo de gallos enfermizos.
En ese clima se corría en la Italia a caballo entre los setenta y los ochenta y en ese clima Moser se llevó dos Lombardías, uno de ellos delante de Hinault, y San Remo, entrando solo en la Via Roma, tras desplegar toda su sabiduría en el descenso del Poggio.
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Gerard
2 de febrero, 2016 En 19:30
Gracioso artículo que esclarece ese suceso tan cacareado en nuestro país durante la ronda gala. Interesante detalle también sobre quien dio origen al apodo «el águila de Toledo»: el insigne Jacques Goddet.