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Ciclismo antiguo

Un caballero llamado Louison Bobet

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Francia es un país que ha dado ciclistas destacados, y más si nos remontamos a principios de siglo XX y nos adentramos en los acontecimientos que se vivieron una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial; es decir, en los albores del año 1946. La bicicleta fue un medio de divulgación popular y la industria del pedal acaparó el interés por parte de diversos fabricantes de ciclos que intuyeron un buen filón económico cara a las ventas de aquel producto rodado. Existía una alta competencia entre unas y otras marcas que se venían anunciando  en los diversos rotativos de tendencia deportiva.

Fue precisamente el Tour de Francia la competición que contribuyó al resurgimiento de varias figuras que comenzaron a sugestionar a los miles y miles de aficionados atraídos por las evoluciones del deporte de las dos ruedas.

La solera de los franceses 

Kern Pharma

Aún se recuerda y, por cierto, con evidente nostalgia, los apellidos notables y populares de los Maurice Garin, Gustave Garrigou, Georges Speicher, André Leducq, Antonin Magne, Lucien Petit-Breton, Henri Pelissier y Roger Lapebie, que protagonizaron formidables gestas de alta repercusión internacional, sin olvidar a otras figuras de época algo más reciente como fueron Jean Robic, René Vietto, Jacques Anquetil, Bernard Hinault, Raymond Poulidor, Laurent Fignon, Bernard Thevenet y Raphael Geminiani, entre varios otros que harían casi interminable esta relación.

Sin embargo, dejando atrás el pasado al que hacemos alusión, nos viene a la memoria la figura de un ciclista que surgió inesperadamente tras las campañas bélicas que asolaron a Europa. Su nombre y su apellido no son otros que el de Louison Bobet, un atleta destacado que además de darle a los pedales, fue extremadamente gentil con las personas que tuvieron la  ocasión de tratarle de una manera un tanto personal. Como ciclista se le podía considerar un hombre completo, es decir, se defendía en todos los terrenos; destacando lo mismo en una carrera clásica o bien de largo kilometraje por etapas. Sin ser un escalador nato se defendía lo suficiente en el terreno ascendente. Descendía los puertos con cierto arrojo y aplicando una evidente maestría y hasta estilo. Damos fe de ello en las competiciones que seguimos muy de cerca como periodista deportivo.

Tuve la feliz oportunidad de conocerle y singularizo manifestándolo aquí, adentrándome en su entorno y en su propia identidad. No sabe uno el por qué, pero hubo una comunicación espontánea que me abrió las puertas. Era sumamente explícito en sus respuestas que denotaban sencillez y lógica. Era docto en el hablar, y, en ocasiones, hasta chistoso e irónico en sus opiniones. Se le podía hablar abiertamente de cualquier materia. Nunca evadió mis preguntas. Era un personaje cómodo, llano y sin recovecos.

El panadero de Saint-Méen

Si nos centramos en el tema concerniente al deporte ciclista, sí diremos que las armas más poderosas de Louison Bobet fueron el enorme tesón y la férrea voluntad que puso siempre a la hora de darle a los pedales, aplicables en los momentos trascedentes que supo afrontar con valentía y sufrimiento. No tenía precisamente una capacidad física desenvuelta e innata en otros campeones de su época. Pero aun así consiguió muy buenos objetivos y resultados. Era a primera vista de constitución frágil, aunque su estatura no desmerecía. Era más bien delgado y de buena planta.

Había nacido el 12 de marzo de 1925, en una localidad de la Bretaña francesa denominada Saint-Méen-le-Grand, perteneciente al distrito de la ciudad de Rennes. De ahí que se le llamara en lenguaje más común como “El panadero de Saint-Méen”, dado que trabajó desde su infancia  en este sector, un negocio familiar que venía heredado de otra generación. Su función principal consistía en ser repartidor de la bollería que elaboraban, actividad que acostumbraba a realizar en bicicleta, abarcando una extensa área que le obligaba a cubrir varios kilómetros a régimen diario, afrontando las vicisitudes del mal tiempo algo muy común en aquellos contornos.

Admirador de Vietto

Inició su actividad dentro del campo de la bicicleta a la temprana edad de diecisiete  años, ganando un buen número de carreras regionales en  la región de la Bretaña, su tierra de origen. Sus padres le compraron una bicicleta y contribuyeron en gran manera a apoyar su denodada afición por pedalear. Admiró en aquel entonces y de manera particular a su compatriota  René Vietto, un ciclista de calidad que, por lo general, aún poseyendo una gran capacidad física se sacrificó en aras a favorecer a otros.

Queremos recordar la colaboración abierta que tuvo René Vietto, al ceder su bicicleta al compañero de equipo y compatriota Antonin Magne, accidentado y futuro vencedor absoluto en el Tour de 1934, gracias a él. Vietto con el pasar de los años conquistó una merecida popularidad en torno al Tour y entre sus paisanos, en especial en el año 1939 al alcanzar el segundo lugar tras el belga Sylvère Maes, un antagonista sumamente astuto y extremadamente calculador. Aprovechamos estas líneas para exponer que debieron pasar treinta años de sequía hasta que surgiera su compatriota Eddy Merckx, que volvió a empujar hacia arriba el pabellón de Bélgica, un país de denodada solera ciclista.

Continuará…

Por Gerardo Fuster

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Ciclismo antiguo

Amstel Gold Race by Jan Raas

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Nadie dominó la Amstel Gold Race como Jan Raas

Jan Raas fue una de las esas buenas figuras que tuvo el ciclismo a finales de los setenta y principios de la siguiente, que hizo de la Amstel Gold Race su feudo, se la llamó «Amstel Gold Raas».

Nacido en 1952, fue posiblemente el primer ciclista con pinta de intelectual.

Todo un espejo donde se miró el maître Fignon.

Kern Pharma

Fue posiblemente el gran valedor de esa megaestructura neerlandesa llamada Ti Raleigh comandada por Peter Post.A Raas la victoria le gustaba más que a un tonto un lápiz 

Era perrete, parecía italiano más que ciudadano del respetable reino neerlandés.

Gustaba, además, de tomar el pelo a los rivales.

Su último gran triunfo fue en el Tour de 1984, una etapa donde puteó con tino al visceral Marc Madiot, hasta que le rebañó la victoria toda vez que le había asegurado que no estaba para dar relevos.

Sin embargo tuvo gestos encomiables, como cuando renunció al amarillo en un prólogo muy condicionado por la furiosa lluvia.

Eso sí, al día siguiente se empleó a fondo para vestirlo en buena lid.

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Éste era Jan Raas

Integraron con él el Ti Raleigh, Gerrie Knetemann, Henk Lubberding y un ciclista de apellido impronunciable, Bert Oosterbosch, quien posiblemente alimente parte del exorcismo presente que mantienen en Países Bajos frente al dopaje.
El de Eindhoven pudo ser por edad y ciclo competitivo uno de los pioneros en el uso de EPO.
Hay opiniones encontradas, pero lo que es constatable es que fue encontrado muerto por paro cardiaco a la edad de 42 años.
Con el tiempo Raas sería mentor de otro gran equipo holandés, la Buckler, ese bloque de los noventa compuesto por tremendos gigantones, el origen del actual Jumbo.

En 1977 Jan Raas ganó su primera Amstel, poco después de hacerlo en San Remo

Abrió por entonces el mejor periodo jamás logrado a título individual en la fiesta ciclista nacional y holandesa.
En sus orígenes, la Amstel debió partir de Amsterdam para acabar en la zona del Limburgo, lo que viene a ser la única montaña del plano estado bañado por el mar del Norte.
Las primeras salidas se tuvieron que ir finalmente a Breda, donde la rendición.
Mucho más joven que sus coetáneas valonas, la Amstel nació en 1967 si bien antes su creador, Herman Krott, logró que la empresa cervecera patrocinara un equipo amateur.
La Amstel surgió en cierto modo como culminación a los muchos critériums que poblaban el calendario nacional.
Eran muchos pero casi sin entidad.
Los Países Bajos que tan buenísimos ciclistas tenían necesitaban un acontecimiento de primer orden.
Si Limburgo es su hábitat, el Cauberg, su faro.
Raas tiene aquí su lugar fetiche, pues al margen de ser campeón del mundo, encadenó cuatro éxitos aunque alguno embarrado en la polémica como en un raro transitar de los coches de carrera que le acabó por beneficiar frente a Francesco Moser en 1979.
El ciclo de Raas lo interrumpió Bernard Hinault, cuando lo relegó a la quinta plaza una vez batió a De Vlaeminck.
Al siguiente Raas volvería a ganar.
Cinco veces campeón, el fenomenal ciclista tulipán es destacadísimo recordman de esta carrera pues lejos se ubican Knetemann, Merckx y Jaermann, dos veces ganadores, y Gilbert, con triple corona cervecera

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El Tourmalet, Indurain, Chiapucci…

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1991, en aquella subida y bajada al Tourmalet no sólo sucedió el gran salto de Miguel Indurain

No sé cómo, aunque puedo imaginarlo, el otro día el algoritmo me recomendó echarle un ojo a este vídeo que me llevó directo al Tour 1991, el Tourmalet, Indurain, Chiapucci y cia.

Dicen que el tiempo da perspectiva, que alejarte de proporciona mejor visión de los sucedido y sin duda de las consecuencias y en esta ocasión pude corroborarlo.

Kern Pharma

Ver aquella grabación me gustó, con los cortes de voz de Pedro González en TVE y Javier Ares y Luis Ocaña en las retransmisiones de radio de José María García.

Total que me papeé toda la subida y bajada a aquel histórico paso por el puerto más emblemático del Tour de Francia, una jornada que 33 años después sigue siendo histórica por lo mucho que pasó en aquella subida.

Recordad que la carrera venía de España, de Jaca, donde la hinchada se había decepcionado fuertemente con la actitud de los Banesto por no empezar a asediar el liderato de facto de Greg Lemond, dorsal 1 y gran favorito.

De hecho, durante un momento de la subida, el narrador de TVE, Pedro González, afirmaba que al americano se le veía seguro y fuerte, con visos de salir de amarillo aquella jornada de 250 kilómetros.

Sin embargo, Luis Ocaña no tenía tanta confianza en el americano, su lenguaje corporal no invitaba al optimismo y acertó.

Estábamos presenciando un cambio generacional en toda regla y no éramos conscientes de ello.

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Con Chiapucci abriendo camino en el Tourmalet, e Indurain siempre pegado a su rueda, Perico ya había cedido, Fignon nadaba contracorriente y Lemond acabaría descolgado.

Los de la generación del 64 -a la que perteneció también nuestro invitado del otro día, Raúl Alcalá, aunque en esa etapa ya se había retirado- habían derribado la puerta a por el trozo gordo del pastel.

Y no se irían en unos años, encabezados por Miguel Indurain.

Sin saberlo en esos instantes, estábamos viendo un cambio de orden y la marcación de las jerarquías en ese mismo orden, puesto que el momento de duda de Gianni Bugno, una vez pasado el descenso del Tourmalet le sacaría para siempre de las quinielas del Tour de Francia.

El Tourmalet siempre ha sido mágico, el gran anfiteatro del ciclismo, ha tenido mejores y peores ediciones, pero aquella tarde de julio de 1991 fue el gran «revolucionario» del ciclismo que nos asaltaba y marcaron los años más felices viendo este deporte.

Por suerte, mirándolo ahora, aquella magia, el cosquilleo anterior a las grandes carreras sigue y sólo espero que esa llama no se apague.

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Francesco Moser, “signore Roubaix”

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En la leyenda de Moser, Roubaix es un lugar esencial

La historia es caprichosa, como muchas veces hemos dicho, y situamos a corredores en nuestro imaginario en una faceta que, aunque siendo cierta, no es la única que vistió su leyenda, sucede con Moser y Roubaix.
Por eso cuando la imagen más divulgada de Francesco Moser es la de ese ciclista ancho, profunda mirada, pelo negro, angulada cara y perfil corpulento, sobre la rompedora máquina con la que destrozó el récord de la hora en las altitudes de Ciudad de México, sólo es eso, una faceta, un perfil ideal, una forma de recordar un corredor que fue mucho más y logró mucho más.

Moser también tiene un Giro, el de 84, una carrera marcada por las múltiples influencias que concurrieron para que ganara un italiano ante la insolente juventud que despertaba de Laurent Fignon, que a todas luces fue el ganador moral de aquella carrera. Público hostil, helicópteros que empujaban en las cronos,… Moser tenía que ganar por lo civil o lo criminal. Así lo hizo.

Pero hay una tercera faceta, conocida aunque quizá menos por muchos, las clásicas, y es que Francesco Moser, ese ciclista de porte elegante, rodar agresivo y tremenda ambición, tiene en su palmarés nada menos que seis monumentos: tres Roubaix, dos Lombardías y una San Remo, un botín que le sitúa entre los mejores de siempre, especialmente en el Infierno del Norte, donde sólo le superan De Vlaeminck y Boonen.

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De hecho Moser es el tercer mejor ciclista del mundo sobre los afilados adoquines encadenando, y eso sí que es difícil, por lo imprevisible de la carrera, tres triunfos consecutivos, logrados en un tiempo en el que las clásicas tenían grandes nombres de todos los tiempos, aunque especialmente uno, Roger De Vlaeminck, ese que llamaban el Gitano, que nunca tuvo amigos, ni siquiera en su propio equipo.

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Así las cosas en la Roubaix del 78, Moser, arco iris a la espalda, arco iris que ganó en Venezuela, se presentó ante “Monsieur Roubaix” como alternativa ganadora a la mejor carrera del año.
El italiano, listo como el hambre, jugó sus bazas sin esperar instrucciones del gran jefe. Realizó dos ataques, primer a 23 de meta y luego a 18 para romper la resistencia de Maertens y Raas, mientras el influjo de De Vlaeminck se hacía notar.

Moser llegó solo al velódromo y De Vlaeminck echaba fuego. “Este tipo es un desagradecido” escupía por esa boca que no dejaba indiferente, como cuando dijo que las cuatro Roubaix de Boonen tenían menos mérito que las suyas.

Cabreado, el gitano cambió de equipo, a sabiendas que su tiempo, aunque glorioso, era caduco frente a las hechuras del joven Moser.
El belga al Gis, Moser en el Sanson.

En 1979 le ganaría por la mano otra Roubaix, dejándose segundo, sintomático.

Al año Francesco renovaría la corona en el infierno tras reaccionar a un ataque de largo radio protagonizado por Thurau. Moser arrastró a su sombra, De Vlaeminck, y a Duclos Lasalle. Les acabaría dejando. Era la tercera.

Pero si Roubaix fue el foco de su enemistad con De Vlaeminck, Lombardía fue otra de las cabezas de esa hidra de mil cabezas que fue su relación con Giuseppe Saronni.

En una rivalidad que para Italia era reverdecer los tiempos de Coppi y Bartali, Moser y Saronni entablaron su enemistad desde el momento que corrieron juntos el mundial haciendo de todo aquello que compitieran un corralillo de gallos enfermizos.

En ese clima se corría en la Italia a caballo entre los setenta y los ochenta y en ese clima Moser se llevó dos Lombardías, uno de ellos delante de Hinault, y San Remo, entrando solo en la Via Roma, tras desplegar toda su sabiduría en el descenso del Poggio.

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La París-Roubaix siempre fue así

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En la París-Roubaix nadie toca el recorrido, ni el kilometraje

El Domingo, la Pascale, la París-Roubaix, la llamada reina de las clásicas.

Viéndola cada año, venimos a lo que hemos dicho tantas veces sobre las clásicas como reducto del ciclismo de toda la vida, ese que se mantiene intacto ante las moderneces que tantos disgustos nos significan a veces.

Los nombres, los recorridos, los grandes tramos, los kilómetros… eso no se toca.

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Como hemos dicho, la París-Roubaix es la “dura entre las duras”, el “Infierno del Norte”, la “Pascale”… apelativos, pseudónimos, coletillas no le faltan.

Otros le llaman la “Reina de las clásicas”. París-Roubaix, una carrera que sale, curioso, de Compiegne, como de Chartres sale la París-Tours. Sea como fuere es la carrera más singular de la temporada, un día que no deja indiferente, lo amas o lo odias, no hay discreción, no consenso, ni equidistancia.

Dicen que fueron dos empresarios del ramo textil quienes montaron la travesía desde la capital al norte de país, a la gris y fabril Roubaix, un enclave que pareció surgido del infierno, en el que tuvieron la curiosa idea de crear un velódromo. En 1896 el alemán Joseph Fischer fue el primer ganador en el infierno. Cien años después Lefevere se lo pasó como un crio eligiendo el orden del podio de la edición del centenario, primero Museeuw, luego Bortolami y Taffi en la parte baja del podio.

Sea como fuere la obsesión por conservar su singularidad ha sido una constante en la historia de la París-Roubaix. La irrupción del automóvil a mediados del siglo pasado fue un síntoma de evolución para Francia, pero una velada amenaza para la carrera y sus infumables sendas adoquinadas.

La París-Roubaix está jodida, es historia

Es una catástrofe, sin pavé no habrá selección, la carrera será como las otras. Tenemos que ir al norte y mirar nuevos caminos, nuevos pavés

Un día de 1967, entró chillando Albert Bouvet en el despacho de Jacques Goddet, mandamás del Tour, y por ende de la París-Roubaix, el tipo que vestía como un explorador mientras coordinaba la caravana de la mejor carrera. Asustados por el desenlace de esa edición que gana Rik Van Looy en un sprint de diez ciclistas, inédito, cogen los bártulos y se van al norte para preservar el tarro de las esencias de su Roubaix. No puede ser que lleguen diez a Roubaix.

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Mientras más involución mejor, la carrera va al revés del mundo y suena la flauta. El excampeón del mundo, Jean Stablinsky habla de la mina en la que ejerció antes de ser ciclista legendario. Habla de Arenberg, de una recta adoquinada, descarnada, un lugar para los sueños, como los duendes, por medio de árboles en un denso bosque por donde el sol asoma a duras penas.

Y Arenberg obra el milagro, Roubaix vuelve años atrás, a la anarquía, a la locura. Merckx es el primer en ganar con el bosque en la ruta. “Dos así no lo aguantamos” dicen los corredores al llegar.

Se produce una brecha, una division de opiniones entre los contendientes, unos detestan, odian Roubaix, “carrera de mierda” dice Hinault, otros la aman profundamente, entre ellos Duclos, el viejo, Lasalle, que ganaría muchos años después hasta dos veces la carrera, la prueba por la que se hizo ciclista, por la que muchos suspiraron el día que decidieron ser diablos en el infierno.

Por cierto que dicen que el pavé anda remojado y algo enfangado para el domingo, como en las mejores ocasiones, dicen..

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