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@JoanSeguidor

Volta: El mejor ataque de Alejandro Valverde

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Entre los grandes momentos de Alejandro Valverde, hay tantos, que escoger es complicado. Quince años -si vale, con año y medio fuera de la carretera- dando un nivel difícilmente mejorable son un legado que pocos en la historia son capaces de ofrecer.

Sin embargo en este ciclista del millón, la realidad tiene a superar a la previsión, una manija, un acierto, de estar siempre donde se le requiere, dando al aficionado motivos para querer este deporte.

Alejandro Valverde es el artífice de otro de los momentos del año que se apaga. En el paisaje agreste, rocoso, desnudo de Lo Mont, en el encaje de las provincias de Tarragona, Teruel y Castellón, tierra de inviernos gélidos y verans tórridos, en ese gran balcón sobre el Mediterráneo, Alejandro Valverde protagonizó, en nuestra humilde opinión, el mejor ataque que jamás le hayamos visto.

Kern Pharma

Era la Volta, una carrera condicionada por el castigo al Movistar en la jornada de Banyoles y los famosos toqueteos de José Joaquín Rojas que le costaron el triunfo a su equipo.

Tejay Van Garderen salió de líder aquel día, y Tejay se puso en el pie de Lo Port con la idea de mantener la prenda. Fue demasiado para él. El nivel del grupo estaba muy por encima de sus posibilidades.

A los primeros meneos de Alberto Contador, en su gran racha primaveral de segundos puestos, le sucedió un fenómeno grande de talla y de la tierra, Marc Soler, que enfiló el grupo al punto que cuando a menos de tres de meta miró para atrás vio a Contador bailando sobre la máquina, Froome, forzando el molinillo, Adam Yates, con el rostro roto, y Alejandro Valverde, por quien no pasaban ni los kilómetros, ni las pendientes.

A menos de dos, Soler se desfonda y deja la tostada a los grandes nombres. Contador serpentea y acelera, Valverde le toma la rueda y vuela, sencillamente le deja sin respuesta, sin opción, atrás, descolgado.

Contador ve partir al mejor Valverde de siempre, en el que consideramos su mejor ataque de siempre: uno, sólo uno, pero demoledor, un ataque para sentenciar la etapa, recuperar el liderato que sentía suyo tras la crono por equipos del lago y adjudicarse la segunda Volta, en esas semanas en la que el murciano parecía cumplir los años al revés.

Imagen tomada del FB de la «Volta» Ciclista a Catalunya

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@JoanSeguidor

Así empezaron a resonar los adoquines en el ciclismo

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Los adoquines son uno de los grandes tesoros del ciclismo y un gran patrimonio

Los que estamos involucrados en torno a las grandezas que encierra el ciclismo de competición, no podemos por menos que tratar de transparentar aquí, en estas páginas y de manera un tanto sucinta, algo que haga referencia al ámbito de la bicicleta como en este caso los adoquines.

El tema de hoy se centra en torno a los denominados los adoquinados o “pavés” que asolan con preferencia a una diminuta zona emplazada en la parte norte de nuestro país vecino, Francia, con incursión incluso en parte en el área sur de la nación belga. Estos adoquinados han contribuido en gran manera hacer más célebre la gran clásica internacional París-Roubaix, la más importante competición de una jornada, una carrera que impone respeto y prestigio, admirada por muchos.

Últimamente, hay que decirlo, los organizadores del Tour de Francia, deseosos de mostrar más emociones a su prueba y cautivar a las multitudes que siguen de cerca y de lejos las vicisitudes de la ronda gala, han osado introducir ciertos tramos de adoquinado en alguna de sus etapas, etapas que poseen un atractivo especial y a su vez un sabor amargo dada su acusada dureza, una pesadilla punzante para los ciclistas participantes que osan concurrir en este difícil periplo.

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Antecedentes históricos de los adoquines en ciclismo 

Vayamos, pues, a introducirnos en términos más concretos e introduciendo al mismo tiempo su fascinante sello histórico. Vale la pena recordar a los aficionados algunas de sus particularidades o antecedentes. Todo, en fin, nos debe ilustrar. Hagamos hincapié que la conocida gran clásica París-Roubaix que citamos, se la ha denominado más comúnmente como la carrera de “El Infierno del Norte”. No han sido pocos los que creyeron que este apelativo se debía por encima de todo a su dureza, un tormento inacabado a que se ven sometidos los ciclistas.

La realidad en torno a la existencia de esos adoquinados de forma irregular diseminados en unas cuantas carreteras de carácter regional localizados en los confines norteños del país galo tiene unos antecedentes u orígenes, según afirman las crónicas, que vale la pena dilucidar aquí como simple curiosidad informativa.

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El llamado Infierno del Norte

En la ciudad de Roubaix y sus alrededores suele predominar el mal tiempo, especialmente en la época invernal, en donde prevalece un ambiente o paisaje más bien de tonalidad grisácea, mortecina, dándole una silueta de configuración más bien triste. Es un territorio básicamente industrial y de diseminadas explotaciones mineras. Debemos situar nuestro pensamiento concreto en la Primera Guerra Mundial, allí por el año 1914.

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Existían en aquellos lugares unos centros metalúrgicos que fabricaban armas bélicas a favor del ejército germano, un apoyo vital de alta importancia. Bajo el acoso continuado de las fuerzas enemigas aquellas planicies quedaron seriamente desgastadas y a la vez desoladas por el efecto radical y mortífero de las bombas que cayeron sin piedad en una amplia extensión plana como la palma de la mano. Quedaron sus campos, sus carreteras, sus caminos vecinales y alrededores con enormes cráteres en sus mismos suelos, consecuencia de los proyectiles caídos. Fue el resultado de una contienda terrible y sin cuartel que no conoció el perdón.

A todos los efectos, una vez finalizada la contienda europea, se procedió a poner en condiciones la pavimentación de todas las carreteras mediante el uso de piedras labradas en forma prismática rectangular para que las superficies, por lo general, pudieran ser factibles o útiles cara a los medios de transporte rodados existentes, y, además, un soporte también cara a las inclemencias poderosas del mal tiempo, traducido en forma de agua y de nieve, ingredientes predominantes en la época invernal. Era un factor indispensable restituir aquellos espacios de terreno tan quebrados.

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Conocemos circunstancialmente al detalle aquellos parajes. Las nieblas y las brumas, además, suelen ser los huéspedes habituales que acompañan la región, ofreciéndonos a su vez un panorama fantasmagórico y hasta con aire misterioso. Algo así como si alguien, un poder invisible, quisiera esconder las verdades que encerraban aquellos entornos sufrientes, atenazados por un pasado y una guerra funesta que atormentó a sus habitantes, que nunca asimilaron tanta destrucción, toda una lacra que los viejos del lugar recuerdan con evidente tristeza.

Un premio simbólico

Desde que la París-Roubaix celebró su fecha de centenario, los organizadores decidieron compensar a los ganadores entregándoles al final de la carrera un trofeo, con una réplica simbólica de un adoquín, este elemento que ha constituido y constituye un duro trance para los ciclistas participantes que se ven obligados a pisar con las ruedas de sus bicicletas.

El vencedor, pues, de un tiempo a esta parte recibe como compensación a su victoria un adoquín solemnemente apoyado sobre un pedestal.

Uno de los puntos de más trascendencia de la París-Roubaix se localiza en los bosques de Arenberg y el Carrefour de l´Arbre, obstáculos tan difíciles de afrontar como esperados en cada año de ciclismo, pues son la meca de los adoquines

. Es cuando la prueba entra en su fase decisiva, una vez sobrepasada la mitad de su recorrido establecido. Alguien nos manifestaba que en aquellos lugares no se acostumbra a dilucidar todavía al futuro vencedor, pero sí los que pierden en definitiva todas las opciones para triunfar.

La París-Roubaix ha constituido siempre un festival movido por un público entusiasta, apostado, apretujado, al borde la ruta que conduce al célebre velódromo de la ciudad norteña gala. Es una estampa viva en ebullición que se repite sin cesar cada temporada y que contribuye a enaltecer las verdades del ciclismo. Se rinde un justo homenaje a las grandezas que encierra este deporte de las dos ruedas tan maltratado, como bien sabemos, en esta última década.

Conclusión

Fue de esta manera que un sagaz periodista se le ocurrió bautizar a la clásica París-Roubaix, con aquella aparatosa frase lapidaria, que hemos aludido con anterioridad como nota puramente divulgativa: “El Infierno del Norte”. En los ambientes de la bicicleta los aficionados, que admiran y se sienten sugestionados por este duro deporte, bien saben en donde se localiza este lugar mágico en donde abundan estas piedras geométricas de superficie ligeramente redondeada, que los ciclistas, los principales encausados, temen y quisieran olvidar. Hay pesadillas que la mente nunca podrá apartar de su cerebro.

Sumergidos en el halo de esta carrera de indudable renombre, no podemos por menos que anunciarles que con posterioridad tenemos intención de hilvanar un poco de historia acerca de esta carrera tan sugestiva y atrayente. Nunca se conoce bastante las vivencias internas plasmadas con el pasar de los tiempos por una carrera de características tan singulares y llamativas.

Quisiéramos reverdecer su historia y dar a conocer hechos que pueden haber pasado desapercibidos a los ojos de los miles y miles de aficionados que reúne el deporte de la bicicleta. Pocos no son.

Por Gerardo Fuster

Imagen: A.S.O./Pauline Ballet

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@JoanSeguidor

Así fue la versión de Bjarne Riis

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Bjarne Riis sacó al aire sus motivos en un libro excelente

Hace unos días sacamos un extracto íntegro escrito por Bijarne Riis en el que narra su ascensión a Hautacam en el Tour de 1996.

El relato es bueno, bien escrito, detallado, con impresiones personales y percepciones sobre los rivales.

Aquel día Riis jugó a ser Dios, voló alto y su alas se derritieron por el sol del triunfo.

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De aquella infausta jornada mucho se ha dicho.

La expectación que levantó el post en cuestión y los comentarios generados son testigo.

Hace unos años, Cultura Ciclista sacó el libro “Nubes y claros” firmado en solitario por Bjarne Riis.

Es la historia de quien hoy manejó el destino de Alberto Contador.

Es una historia contada desde el principio y para quienes hayan leído los libros de Guimard y Fignon les resultará familiar.

Joven emprendedor, decidido por su carácter y circunstancias a sacarse las castañas de fuego desde bien joven que no duda en coger el macuto e irse a un inmundo apartamento de Luxemburgo desde el que construir su imperio.

Riis narra directamente sus frustraciones, éxitos, fracasos y momentos dulces.

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El gran sabor del primer sueldo generoso, la escalada al estrellato  mezclada con sus intrigas personales y la llamada que le cambió la vida. Es el retrato desde diferentes puntos de vista de una persona que mal que nos pese tiene mucho que ver con el ciclismo que vemos en la actualidad.

No en vano está al mando de una de las mejores estructuras del mundo desde hace unos doce años.

Por sus manos han pasado grandes ciclistas e incluso se han dado circunstancias complicadas, como la gestión de los problemas de cadena de Andy Schleck en Balès frente a Alberto Contador cuando sabía a ciencia cierta que el madrileño sustituiría al luxemburgués al frente del equipo.

Es curiosa la reiterada admiración que le dispensa a Laurent Fignon, de quien narra en primera persona su derrota en el Tour de 1989 frente a Greg Lemond, y digo que es curiosa porque el francés no admiró precisamente al danés, de quien siempre dijo que es el vivo ejemplo de cómo el dopaje puede hacer un caballo de carreras de un podenco.

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En la obra Riis da su versión, entra en ciertos detalles e incurre en manifiestas contradicciones con otras obras, con las de Tyler Hamilton. Sería bonito un careo entre ambos un día.

Pero hasta que ese momento llegue, juguemos a utópicos, nos quedaremos con su versión, la leeremos y la creeremos más o menos. Juzguen ustedes mismos.

Imagen tomada de www.bt.dk

 

 

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@JoanSeguidor

Mi primera marcha cicloturista

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¿Quién no recuerda su primera marcha cicloturista?

Fue mi primera vez, mi experiencia inicial. Andaba nervioso aquellos días previos. Normal, el momento llegaba, el día que por vez primera lo iba a hacer.

Me lo pedía el cuerpo, porque uno ya tenía una edad. Ella, tan seductora, me esperaba: mi primera marcha.

Pero no amigos, ni acabé borracho ni con resaca.

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Ni me fui de bares ni trasnoché, como tampoco acabé dentro de un coche pelando la pava en una cuneta de Collserola, con Barcelona a nuestros pies. No, qué va, para nada. Mi primera marcha no fue de este tipo, si bien, los 140 kilómetros que me metí entre pecho y espalda aquel día casi produjeron los mismos efectos en mí como si hubiera salido toda la noche de fiesta: cansado, con malestar general, dolor de piernas y un cierto mareo producido sin duda por el esfuerzo realizado, pues quedé algo tocado por el principio de pájara que padecí aquella jornada, un fenómeno del rendimiento físico que ni conocía ni por supuesto había oído nunca hablar de él.

Era un 9 de mayo, pero de 23 años atrás. También llovía, como esta mañana mientras escribía estas líneas, aunque las precipitaciones nos respetaron en la salida pero no a la vuelta, que nos cayó un buen chaparrón que nos caló hasta los huesos.

Ciclista… perdón, cicloturista tardío, empecé a levantar el culo del sillín intentando imitar los hachazos que pegaba Perico en la montaña del Tour, al que seguía por la tele en memorables tardes de julio. Después, ya con Induráin, mi afición se convirtió en pasión y salir con mi primera bici de carreras era algo ya habitual aquellos fines de semana de principios de los 90, hace más de 25 años.

Pero aún no había salido nunca de marcha. Aquello me parecía otro mundo, pobre de mí. ¿Adónde iba a ir yo con aquellos ciclistas con aquellas pintas de profesionales? Además yo pensaba, ingenuo de mí, que estos eran a los que llamaban «aficionados», para darme cuenta, poco tiempo más tarde, que no, que éstos eran (casi) tan buenos como los pros.

Con el aspecto que tenía por aquel entonces (piernas peludas y con bambas, sí, con bambas, para mis calapiés sin correas-) y con mi «hierro», equipado con todos los accesorios posibles (portaequipajes, luces), nunca se me pasó por la cabeza presentarme a una manifestación deportiva de ese calibre.

Además salía siempre solo. Tampoco conocía a nadie que compartiera mi incipiente locura por el ciclismo y ni siquiera estaba al tanto de las diferentes asociaciones que miman nuestro deporte favorito. Ni por asomo. Una época en la que aún no existía ni internet ni los correos electrónicos, claro está, pero sí los carteles de toda la vida que se pegaban en las farolas, como el que vi un buen día que anunciaba una marcha cicloturista que organizaba el club ciclista del barrio en el que yo trabajo, el genuino distrito barcelonés de Gràcia.

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Me llamó la atención el bonito trofeo con el que obsequiaban a todo aquel que acabara la prueba: una figura de un ciclista en un pedestal, muy maja. En aquellos años y hasta hace bien poco, era lo normal y los premios más atractivos eran recibir copas, trofeos, piezas con motivos ciclistas que durante mucho tiempo fuimos coleccionando y guardando, llegando a acumular tantos que, como un día dijo nuestro buen amigo Javi, cuando mis descendientes los vieran en el futuro se pensarían que entre Induráin y yo ganamos todos los grandes premios de la primera mitad de la década de los 90.

Observé la fecha y el recorrido: 9 de mayo, 7 de la mañana, para recorrer 140 kilómetros a un ritmo mínimo de… ¡20 km/h! Pensaba que sería incapaz, que no podía ser, muchos kilómetros, mucha exigencia y para mí… ¡una velocidad de vértigo! No sabía si aguantaría.

Pero tenía que probar, por fin.

Unos días antes salía a entrenar con vistas a participar y me animé, pues ya empezaba a recorrer distancias entre 75 y 80 kilómetros digamos que dignamente.

Recuerdo que lo primero que hice fue sacarle todo el peso posible a mi pobre bici: si quería que fuera un poco competitiva tenía que quitarle tanto lastre, así que fuera portaequipajes, luces, etc.

¿Y yo? Tenía que mejorar mi imagen. Admiraba a aquellos ilustres cicloturistas que me iba cruzando en carretera, con sus impecables equipaciones, sus depiladas piernas, brillantes y con los músculos bien definidos. Quería ser como uno de ellos y me las afeité sin sufrir «graves» contratiempos: algún corte por aquí, algún tajo por allá, ya se sabe.

Qué sensación más extraña tuve cuando me puse el pantalón o cuando dormí aquella noche, bajo las sábanas, y después salir al día siguiente con culote corto, notando una reconfortante y fresca impresión en mis piernas al aire libre, entre ligereza, comodidad y fortaleza, algo que nunca más ha vuelto a emocionarme, como aquella primera vez.

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Llegué a la línea de salida de aquella recordada jornada. Formalicé la inscripción a mano, claro, rellenando un impreso y me quedé un rato sólo observando, mirando, descubriendo detalles entre los ciclistas y la organización. Vi ambulancias, policía, coches de asistencia, parecía que estaba en el Tour, y en el ambiente, un cierto olor a carrera, producido, seguramente, por los ungüentos y linimentos de las piernas de aquellos fieras.

Arrancamos y en aquel momento sólo se oyeron los click-clack de las zapatillas colocándose en las calas. Yo me situé con modestia en el seno de un pelotón de más de 300 ciclistas. Poco a poco, me fui animando al ver que podía seguir bastante bien el ritmo del grupo. Ingenuo de mí, ignoraba que nos llevaban neutralizados hasta la salida de la ciudad de Barcelona, por la gran arteria urbana de la Avenida Diagonal, que presentaba un aspecto inmejorable: la gente animando como si se tratara del paso de la caravana del Tour. Hasta el cabello se me erizó de la emoción.

Una vez fuera de la gran metrópoli, el ritmo se avivó y me desengañé un tanto, ya que en las subidas me quedaba junto con otros compañeros, pero estaba contento al comprobar que por detrás aún venía mucha gente descolgada, y no era precisamente de los últimos.

Así fuimos hasta llegar al primer avituallamiento: parada obligada, firma de control y a desayunar con todo el pelotón reagrupado, igual, igual, que se hace ahora, vamos, porque entonces ni existían dorsales, ni chips, ni control de tiempos, ni maldita falta que hacían. Se trataba de hacer cicloturismo, de descubrir nuevas tierras o montañas, nuevos pueblos o ciudades, que sobre todo al ciclista urbano, como era mi caso, le hacía conocer más y mejor su entorno más cercano.

Reanudamos la marcha y otra vez la carretera puso a todo el mundo en su sitio. Con bastante esfuerzo llegué con un grupo muy majo a la plaza mayor de Vilafranca del Penedès, donde se almorzaba y se daba la vuelta.

Allí empecé a charlar con otros cicloturistas, de sensaciones, de entrenos, de alimentación, de temas que yo nunca había dado importancia y que a partir de aquel momento tendría muy en cuenta, y tanto.

Hablaba con aquellos chicos del Gràcia, con aquellos maillots tan antiguos que parecían sacados de un libro de historia del ciclismo, y me parecieron estupendos. Luego me despedí de ellos, de los que luego serían mis colegas y amigos.

De regreso me encontré algo mejor, supongo que por el almuerzo, porque íbamos más juntos que a la ida y porque el terreno era más propicio, charlando más con los participantes. El caso es que se me pasaron los kilómetros volando, pájara y aguacero aparte, y enseguida llegamos a la entrada a Barcelona, donde de nuevo nos esperaba la Guàrdia Urbana para cruzar la ciudad.

Muy contento por haber finalizado mi primera marcha, ¡dentro del horario establecido!, por haber conocido a mucha gente, por el trofeo y recuerdos que nos dieron, marché a casa muy satisfecho y con sólo un pensamiento en la cabeza.

Al día siguiente, lunes, un muchacho entraba en la sede del Club Ciclista Gràcia y salía de ella con una sonrisa de oreja a oreja con su carnet de socio, su licencia cicloturista y con aquel maillot tan raro. Se le abría ante sí un nuevo horizonte: excursiones y marchas épicas, grandes compañeros y amigos, un nuevo y diferente estilo de vida.

Muchos miles de kilómetros más tarde, recuerdo aquel día aún con emoción y muy orgulloso de pertenecer a este nuestro pequeño y gran mundo cicloturista.

Por Jordi Escrihuela

Imagen tomada de LetSport

 

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@JoanSeguidor

El fantasma que persigue a Abraham Olano

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Abraham Olano es uno de los ciclistas más injustamente tratado

Esta tarde Teledeporte se acuerda de Abraham Olano

Lejos queda ya el mundial que dieron al inicio del confinamiento, que alimentó el estéril debate si Olano fue campeón por gentileza de Indurain, para que el astro guipuzcoano vuelva a las pantallas.

Es el Mundial CRI de Valkenburg año 98, aquel famoso año.

Una tarde de perros en octubre -la Vuelta prevé salir de allí en noviembre- y oro para Abraham Olano, tres años después de la plata en Colombia, y plata para Melcior Mauri, uno de los héroes de Mende.

Esa tarde Abraham Olano fue el primer ciclista, y creo que hasta la fecha el único, que ha sido campeón de ruta y contrarreloj.

Tras un serial dedicado a Miguel Indurain y un empacho de Perico, creo que era ya hora se acordaran del de Tolosa.

 

No hace mucho corrió por las redes un polvorín de felicitaciones para Abraham Olano.

50 años cumplió el guipuzcoano. Curiosamente cada felicitación, cada retweet que sonaba en el espacio, tenía una respuesta, una retahíla que quienes vivimos la época del tolosarra nos recuerda a la de entonces.

Miembro de la generación del setenta, Olano fue posiblemente el mejor de esa hornada. Coincidió con Eugeni Berzin, ejemplo de devaneo de grandeza acompañado por la total desaparición, el vacío. Hoy vemos al ruso vendiendo coches con una figura que no insinúa su percal de ganador del Giro. También Francesco Casagrande, grande pero lejos de sus limites, y Michele Bartoli, enorme en lo suyo, en las Árdenas. Coincidió con Marco Pantani, sobran palabras, pero su palmarés es menos extenso que el de Olano. También Erik Zabel, Eric Dekker, Peter Van Petegem y otros rodaron con más o menos fortuna y no buenos finales en todos los casos.

Hace cuatro meses nos felicitó las Navidades desde Gabón, aquí al lado…

Abraham Olano acumula un bagaje que le sitúa entre los cinco mejores ciclistas de la historia del ciclismo español y sin necesidad de haber ganado el Tour, la carrera que marcó su techo. Ganó el primer mundial para España, sí con la ayuda de Miguel indurain, pero arrimado a la grandeza de un pedaleo que fue grande hasta el final, incluso con la rueda pinchada. También ganó el mundial contrarreloj tras la hacerlo en la Vuelta y a ello le añadió muchas e interesantes piezas que para muchos sólo una de ellas justificaría una carrera entera.

Con estas credenciales, a Olano, sin embargo le persigue un fantasma, un estigma, una especie de reproche generalizado porque no llegó a donde no sé quién pensó que debería haber llegado. Cuando Miguel Indurain colgó la bicicleta todos les miraron. En el Tour de 1997 Olano demostró que nunca ganaría a carrera francesa y que su regularidad, siempre coronaba noveno los puertos, no le valdría en el empeño.

 

Decepción, amargura, frustración,… cuando se siembra de falsos argumentos el camino, pasa lo que pasa y Olano fue una estrella ahogada en las nunca cumplidas proyecciones, proyecciones que por cierto él nunca lanzó. En la Vuelta del 98 se vio claro, el público en general y su equipo en concreto se decantó por el Chaba Jiménez. Emoción frente a razón. Momento ante gesta. En los peores instantes de aquella relación imposible, pocos dudaron en ponerse al lado del abulense.

Pero a Olano le quedó un segundo capítulo de ingratitud por parte del ciclismo, ese que le vino desde Unipublic, que prescindió de él cuando se sacó el famoso listado de ciclistas manchados en el Tour de 1998. Sabiendo lo que se sabía, resultó curiosa la sorpresa mostrada, pero en fin, esto es el ciclismo, esto es la vida y a Olano, felicidades por tus 45 primaveras, siempre le tocó bailar con la más fea.

Imagen tomada de diariodeltriatlon.es

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