En la pérdida de Javier Otxoa vemos lo frágil que ha sido sido siempre el ciclista en la carretera
Cómo llovía esa tarde en Hautacam, en el estreno de lo Pirineos.
Javier Otxoa, escapado desde una eternidad, retorciéndose, sacando aliento de donde no lo había.
Lance Armstrong iba disparado por detrás. Había dejado el grupo.
Fue uno de esos días de molinillo y rodillo.
Pero el americano erró el cálculo, a Javier Otxoa le salieron los números como quizá nunca más le volverían a salir.
Roto, cruzaba la línea de meta en una de esas tardes del verano francés, con manguitos, calado y aterido de frío en un lugar de los Pirineos.
En menos de un año, la vida cambiaría totalmente para él.
Fue arrollado por un coche, junto a su hermano Ricardo, en un entrenamiento por una carretera de Málaga, esa ciudad que se viste de gala para darle el banderazo de salida a la Vuelta.
La otra vida de Javier Otxoa
Ricardo murió, para Javier nada volvería a ser lo mismo.
Su carrera ciclista sería paralímpica, pero la otra carrera, similar a la que hoy concierne a muchos ciclistas, fue una tortura legal que se resolvería a los seis años.
La sentencia sobre el conductor que atropelló su vida, ilusiones y carrera deportiva fue una multa de 1800 euros y retirada de carnet de un año.
Barato sale atropellar a un ciclista.
Javier Otxoa tuvo que superar otro mal trago. De los siete años que pedía para el conductor, a un castigo casi testimonial.
Lo que hoy cuece entre las conciencias ciclistas, ya lo vivió la familia 18 años antes.
Su atropello fue, recuerdo, muy mediático, lo que vino después cayó como un azucarillo en el café.
Quedó ahí, como otras muchísimas historias de corazones rotos, familias destrozadas y lágrimas innecesarias.
Con la pérdida de Javier Otxoa vemos que esto viene de lejos de muy lejos y que la indefensión de los ciclistas es total,
Así fueron las cosas para los Otxoa. Javier se ha reunido con Ricardo, muchos años después. DEP.
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