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Ciclismo antiguo

La “edad dorada» empezó y acabó en Lombardia

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Grandes leyendas se forjaron en Lombardia y su Giro

Cuando viene Lombardía nos gusta hablar de Alfredo Binda, considerado por consenso el primer gran ciclista de la historia.

Tres condicionantes jugaron en su contra para no figurar con la asiduidad de otros astros: su leyenda es lejanísima en el tiempo, nunca brilló especialmente en el Tour de Francia y los rivales que le tocaron en suerte parecieron poca cosa ante el brillo de este ciclista ganador y coleccionista de trofeos, que cuidaba su estilo sobre la bicicleta con el idéntico mimo que su peinado.

Otros grandes como Constance Girardengo u Ottavio Bottecchia vivían su declive mientras que Learco Guerra, a pesar de lo sugerente de su apellido en la Italia fascista, no estaba a su nivel. Bartali llegó más tarde.

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Binda abrió la monarquía ciclista italiana y esta perduró al menos tres décadas.

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Una heredad de sangre azul que instaló el expreso de Cittiglio, pequeña localidad que vio el paso de Lombardia durante años, y que no se traspasaba por derecho sino por mérito.

Binda fue el primero, en su ocaso tomó el relevo Gino Bartali y al final entró Fausto Coppi, el triunvirato, la santísima trinidad itálica.

Entre ellos ganaron doce ediciones del Giro de Lombardía: cinco Coppi, cuatro Binda, tres Bartali.

Binda, joven, integrado en una familia numerosa, era el décimo de catorce hermanos, debe partir para Niza, que cincuenta años antes era parte de los Saboya, porque en casa no dan abasto con los gastos.

La música copaba sus gustos, pero la bicicleta ganó la partida el ciclismo al otro lado de la frontera. Le llamaron “le niçois de Cittiglio”.

Allí, en Francia, gana una importante carrera amateur pero es descalificado. Su primer triunfo queda en nada, al menos de momento, el ciclista toma confianza, se hace un nombre, su áurea llega a oídos de Constance Girardengo.

Y ahí está, el joven prodigio.

Es Alfredo Binda. Acude al Giro de Lombardía de 1923 con la certeza de que está entre los favoritos porque lo lee en la Gazzetta, pero él corre por las 500 liras que ponen en juego en la cima de Ghisallo para quien pase primero.

En el segundo kilómetro de subida, las piernas de Binda funcionan a la perfección, cae, uno, el otro, el siguiente.

Cae Girardengo, la leyenda, el hombre. Poco después Binda supera al fugado y corona solo. Presa del esfuerzo es neutralizado y superado, Binda habría de ser cuarto.

Sin embargo cuenta con legión. En el equipo de referencia, el Legnano, adquieren sus servicios a razón de 20.000 liras anuales más 5000 por clásica ganada. La máquina empezó a funcionar.

En 1925 René Vietto, el héroe francés que se hizo célebre por arruinar sus opciones por darle una rueda a Antoni Magne, declara admirado: “Es increíble cómo va encima de la bicicleta. Puedes ponerle un vaso de leche acoplado a la espalda que seguramente no derrame una gota”.

Con ese estilo Binda derrumba el mito de Girardendo, es el rey de Lombardia.

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Prolongará su dominio dos años más. En 1926 gana con casi una hora sobre Antonio Negrini.

Es lo más grande que jamás he visto” exclama Girardeno, lesionado siguiendo la carrera en un coche y abrumado por lo visto. Al año siguiente vuelve a ganar, perfecto, rectilíneo, con un peinado que no hace justicia a las penurias de la ruta.

Es un genio, un as, el primer grande, tanto que en el Giro de 1930 la organización le da 25.000 liras con tal de que no tome la salida y no monopolice la carrera. Su figura languidece a mediados de los treinta y se apaga en un accidente durante la Milán-San Remo de 1936.

Para entonces el “monje volador” Gino Bartali ya rueda a satisfacción.

El toscano gana tres veces en Lombardía que pasa del Sempione milanés al Vigorelli, el velódromo de los récords, entre otros el de Fausto Coppi en plena Segunda Guerra Mundial, cuando pocos podía estar ahí para atestiguarlo.

Retirado Bartali, es el periodo de Coppi, “la piedra preciosa del ciclismo” como dijo Jacques Goddet, tantos años patrón del Tour. Coppi ganó su quinta clásica de las hojas muertas en 1954, su último gran monumento.

Parte de este relato está inspirado, y documentado, en la excelente obra “The Monuments” en la que Peter Cossins guarda y narra parte de las mejores historias de esas grandísimas carreras. Si queréis más detalle de la misma podéis acceder aquí.

Foto tomada de www.foroche.com

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Ciclismo antiguo

Milán-San Remo: finales que perduran

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El catálogo de desenlaces Milán-San Remo perfila la trascendencia dela cita

¿Cuánto hace que no vemos un sprint en los desenlaces de la Milán-San Remo?

Exactamente desde 2016, desde Arnaud Démare.

Recuerdo esos años, cuando nos preguntábamos, quién rompe San Remo y casi siempre el sprint se imponía.

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Peter Sagan, Julian Alaphilippe y Michal Kwiatkowski anticiparon los desenlaces precipitados de la Milán- San Remo y desde entonces cada año es una fiesta.

Acontece un par de veces por temporada, dos de esos momentos que ves venir, que anticipas con la seguridad que te van a dejar seco en el sofá: los desenlaces de la Milán-San Remo y el Mundial de ciclismo.

Si en la pugna por el arcoíris suele suceder en las dos vueltas finales -a no ser que tercie un Remco-, en la la primavera acontece en la subida y bajada Poggio.

Una suerte de carrusel de emociones en la que cada gesto, cada trazada y la suerte juegan un papel total para entrar en la historia.

En este magno escenario, han ganado grandes nombres, pero también otros notables ciclistas que tienen en San Remo su mejor logro y que ,en cierto modo, les hace justifica ante la ausencia de fortuna en otros teatros.

En los tiempos recientes recuerdo la victoria de un tipo brillante pero con escaso palmarés como Jasper Stuyven, o los inesperados éxitos de Matt Goos o Gerald Ciolek, hace diez años justo, cuando la lluvia y la nieve obligaron a recortar el tramo central de la carrera.

Es cierto que durante muchos años hemos tenido desenlaces al sprint en Milán-San Remo.

Los años de Zabel, de Freire, incluso los de velocistas como Cipollini o Cavendish, algunas ediciones tuvieron sus cocos en el Poggio pero no lograron romper.

Y es que la clave está ahí, en romper en el Poggio, si no para arriba, para abajo, una tachuela en cualquier carrera que pesa tras casi 290 kilómetros de carrera.

La entrada en las curvas, frenando para no salir despedido, es la mejor imagen de la dureza real del Poggio en cuanto pendiente, otra cosa es la velocidad a la que van las balas.

En todo caso, los años recientes nos han traído ediciones memorables que entran en colisión con eso que muchas veces he leído sobre qué era mejor, ¿la Strade o San Remo? cuando yo creo que no son cosas comparables.

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No me voy muy lejos en el tiempo para marcaros tres desenlaces top de la Milán-San Remo, tres además que son diferentes entre ellos.

En 2014 la  victoria fue para el noruego de casco torcido, Alexander Kristoff

Entonces en el Katusha, el nórdico sabía muy bien que todo lo que no fuera llegar al sprint le iba a complicar la carrera.

Sabedor de las que se lían en el Poggio, él dejó hacer, Nibali fue el intento más brillante, pero sin éxito.

Luego del descenso, ya con la meta en el horizonte, Kristoff adelantó plazas y puso a un ciclista hoy controvertido como Luca Paolini a controlar con tal maestría el grupo que el noruego, hoy en el Uno X, se vio obligado a imponerse con esa fuerza bruta que le caracteriza.

Cuatro años después, hubo quien rompió el grupo en el Poggio y ganó en San Remo

Si en la edición de Kristoff, Nibali se había quedado con las ganas, esta vez no le pasó factura el gran grupo.

Atacó en el momento exacto en el Poggio para coronar con lo justo y descender hasta la Via Roma con tiempo para celebrarlo con Caleb Ewan maldiciendo su suerte.

Y vamos a por la última que quiero reseñar, la de 2017 y el sprint increíble, con roce incluido, entre Peter Sagan, Julian Alaphilippe y Michal Kwiatkowski, un ciclista mayúsculo en estos escenarios, ganador en San Remo tras soldarse a Sagan en el Poggio, cuajar un descenso impecable y la rúbrica en la volata final.

Como veis tres momentos, tres desenlaces diferentes pero todos poniendo en común que la Milán-San Remo es eso, una carrera mágica.

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Ciclismo antiguo

La semana fantástica de Claudio Chiapucci acabó en la Milán-San Remo

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Chiapucci demostró que se puede ganar Milán-San Remo atacando de lejos

Veamos quién era ese Claudio Chiapucci de 1991 en la Milán-San Remo.

Recordar que era el el año posterior a su explosión en el Tour, todos le atribuían su segunda plaza fruto de la escapada bidón del primer día, aquella de Futuroscope.

Casualidad o no, el de Uboldo aguantó hasta muy al final y a Lemond le fue de 24 horas para acabar remontándole antes de llegar a París.

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Esa primavera del 91, todos miraban con curiosidad a Claudio Chiapucci, aunque el suyo no era un nombre que sonara en la salida de la Milán-San Remo.

Aquella tarde de sábado en marzo puso colofón a la 82 edición de la Milán-San Remo, «la más fácil y la más difícil» como me ha dicho muchas veces Eduardo Chozas.

Fácil porque se va mil y el terreno no es quebrado.

Difícil porque hay mil momentos clave y pasa todo tan rápido que acaba ganando siempre el más listo.

Sin embargo la San Remo que gana Claudio Chiapucci pasaría no sólo por la inteligencia en carrera, que también, y sí por un monumento a la fe y el esfuerzo plasmados en una escapada hoy impensable.

Bajo una pertinaz lluvia que en marzo, entre Lombardía y Liguria es heladora, Chiapucci manda a Bontempi arriesgar en la bajada del ¡¡¡Turcchino!!!!.

El descenso que hace el veloz Guido hace estragos y, cuando el pelón enfila la carretera de la costa, ya con San Remo muy al final, la carrera va partida: por delante circula Chiapucci y con él otros perros del calado de Van der Poel padre, es decir Adrie, Lejarreta, Mottet y Sorensen.

Poco después entran elementos tan importantes como Nidjam y Marie, el gran prologuista francés.

Empieza ahí la trituradora de carne, un ritmo endiablado en cabeza que, combinado con el desconcierto de atrás, abre un hueco de cuatro minutos que en ningún momento presagian que esa escapada podía ser la buena.

Pero iba camino de serlo.

En el Capo Mele, Chiapucci impone marcheta y saca de la quiniela de San Remo al mismísimo Mottet.

Luego en la Cipressa, hace lo propio con el resto, salvo Rolf Sorensen, un danés de esos que podríamos llamar ciclista de culto.

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Con un minuto escaso, Chiapucci y Sorensen se plantan en la base del Poggio, en el que Claudio, el gran Claudio, tiene un ataque, otro, reservado para Rolf.

Chiapucci coronaría solo el Poggio y de ahí hasta la meta de San Remo

El mismo Chiapucci de Val Louron, meses después, firmaba un éxito antológico, el mismo que esa misma semana había ganado un sprint a los velocistas y una cronoescalada en nuestra querida Setmana Catalana poco antes.

Así era Don Claudio, un rival íntimo de Miguel que quisimos casi tanto como al mismísimo Indurain.

Imagen: RTBF

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Sean Kelly, 7 París-Niza en blanco

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¿Quién puede igualar a Sean Kelly en la París-Niza?

Qué bonita era la París-Niza cuando el líder iba de blanco, cuando la veía con Miguel Indurain, con Laurent Jalabert, con VDB y con King Kelly.

De esos años guardamos imágenes imborrables que protagonizaron los más grandes del momento porque en esta carrera no ganaba un cualquiera, aunque más complicado veo que cualquiera iguale a Sean Kelly en el palmarés de la París-Niza.

Jean de Gribaldy siempre tuvo ojitos para su querido Sean Kelly, ese irlandés trabajador, de raíces campesinas, cuyo talento impresionó a uno de los grandes directores de la historia del ciclismo, trayéndoselo ya en 1976, mucho antes de empezar su gran ciclo en París-Niza.

Fichar por el Flandria fue el primer paso de Kelly para convertirse en el gran dominador de toda la historia de la carrera hacia el sol, la París-Niza, en un periodo de dominio que no sólo impresiona por la propia carrera, siete triunfos seguidos, también por la historia del ciclismo en general.

Corriendo en el equipo de Gribaldy, nuestro querido irlandés tomó buena nota de cómo el «ganalotodo» Freddy Maertens gestionó su triunfo en la carrera que se distinguía por su maillot blanco.

Entre otras sutilezas, Kelly asistió ante su compañero belga a una genial gestión de las bonificaciones para sacar el premio más grande posible.

A los pocos años el maestro Maertens vio cómo el alumno le tomaba el rebufo y le superaba en la historia.

Sean Kelly firmó su primer triunfo en la París-Niza en 1982, líder camino de Saint-Étienne, cinceló su primer trofeo en el que sería su feudo por años, la cronoescalada al Col d´ Èze, epílogo habitual durante tantos años en la carrera.

Gilbert Duclos Lassalle y Jean Luc Vandebroucke acompañaban al astro irlandés en la primera travesía blanca.

A la siguiente, 1983, Kelly no sólo gestionaba como Maertens, también era capaz de dar golpes de teatro que dejaban secos a sus rivales como la subida a Tournon o la etapa de Miramas, repitiendo en Mandelieu, para desespero de Zoetemelk, y renovando corona el Col d´ Èze.

Ese era Sean Kelly, guante de seda, golpes demoledores en la carrera con la que se mimetizó durante años, abriendo el repertorio a todo tipo de triunfos, a través de múltiples exhibiciones

Como en 1984, cuando demostró que no sólo daba lecciones de cara al liderato y sí por el puro y simple gozo del público, como en la llegada en la que se impone al sprint a Eddy Planckaert en Bourbon-Lancy, lejos aún de los momentos decisivos de la carrera.

Estos llegarían, por ejemplo, en el Chalet-Reynard, donde Eric Caritoux, semanas antes de ganar la Vuelta a España, le mantuvo controlado el rebaño de rivales, entre los que se contaban Hinault, Millar, Vichot y Rooks,

1985  sería una edición extraña para Kelly, en una carrera marcada por el frío intenso, el irlandés ganaría su cuarta París-Niza sin triunfo de etapa.

La presión de su compatriota Stephen Roche le llevó a ir a lo práctico, a pesar de que en el Col d´Èze, Roche diera cuenta de Kelly por un segundo.

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Ya con los colores del Kas, Sean Kelly renovaría a lo grande su dominio en la carrera, con una edición que no tuvo otro líder que su persona.

Desde el prólogo de París al epílogo en las alturas de Niza, en el Col d´Èze, Kelly no dejó nada para los demás: en el podio le acompañaron dos integrantes del cajón del Tour de ese año, Urs Zimmermann y Greg Lemond, casi nada.

1987 y Kelly sumaría su sexto triunfo: una carrera marcada por una igualdad terrible con Roche, en vísperas de sus grandes triunfos, que se rompería por un pinchazo de Stephen en el sector matinal de la jornada final.

La última victoria de Kelly llegaría al año, en una edición marcada por la muerte meses antes del diector de la carrera, Jacques Anquetil.

En ruta, Kelly homenajea a maitre Jacques con un triunfo final que selló, no podía ser de otra manera, en el Col d´ Èze.

Y es que esta cima, que está tan presente también hoy, en la jornada express por los alrededores de Niza, es sin duda el sitio que deberíamos escoger para tomar medida del monumento que Sean Kelly le hizo a la París-Niza, pues tomando el inicio de subida a diez de la cima, el irlandés tiene aún hoy el mejor registro de siempre 19´45´, el que marcó en la edición de 1986.

Tras sus tiene triunfos, empequeñecen los cinco de Anquetil y los tres de Merckx, Zoetemelk y Jalabert.

Imagen: Paris-Nice

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Bartoli en 5 esenciales

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Cuando estaba en forma, Michele Bartoli era un huracán

De esos ciclistas que seguro, pase lo que pase, recordarás con el tiempo, no importa cuánto pase, cuándo lo pienses, Michele Bartoli fue uno de los ciclistas que más me marcó en los noventa.

Y no sabría decir un motivo en concreto, quizá fuera esa amalgama de imágenes, de omnipresencia en la carrera, un ciclista al que le encantaba que le diera el aire, que firmó en una Lieja, una de las victorias más increíbles que le recuerdo a alguien que competía en minoría.

Recupero la rueda de Michele, y ahí van mis cinco rasgos…

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Corredor competitivo en muchos frentes

En dos años, Michele Bartoli fue capaz de ganar el Tour de Flandes y la Lieja-Bastogne-Lieja.

Su polivalencia en clásicas quedó probada en casi todos los terrenos, pues pasó de largo de Roubaix.

En las grandes, tentó un poco en el Giro 1998, donde logró su primer gran triunfo, en una etapa de 1994, pero quedó claro que las generales eran demasiado para él.

Una pose que rozaba lo pornográfico

Su forma de correr, ese ánimo ofensivo, maridó perfectamente con su acople a la bicicleta.

Cuando se agarraba de abajo y se erizaba como un gato se desataba la tormenta.

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Un palmarés de capricho

Su medio centenar de triunfos no sólo es cosa de cantidad, y sí de calidad.

Bartoli ganó cinco monumentos y pudo haber sido alguno más.

Abrió la cuenta en el Tour de Flandes, con un ataque demoledor en la capilla, cuando ésta era decisiva en la carrera, un poco como ahora la Het Nieuwsblad.

Le siguieron dos Lieja-Bastogne-Lieja y ya más mayor, sendos Giros de Lombardía.

Ojo con el valor y la dificultad de ganar un monumento, que Michele sumó hasta cinco.

San Remo y Mundial, sus asignaturas pendientes

En ese bagaje de lujo, le quedó la «pena» de no llevarse ni la Milán-San Remo ni el Mundial.

Especialmente doloroso fue su bronce en Valkenburg, cuando Camenzind se le adelantó, siendo el gran favorito.

Su cara en el podio era un poema, el mundial para cualquier ciclista es lo increíble, para un italiano, el viaje al cielo.

¿Una carrera? Lieja de 1997

Aquello fue un abuso, una carrera de esas que nunca olvidas, un frenesí de no sé cuántos kilómetros en un pulso a tres con Bartoli entre dos ONCE, Zulle y Jalabert, para más señas.

Escapados con ambos, el italiano no se cortó ni un pelo, entró a los relevos y encajó todos los golpes hasta que, a menos de un kilómetro de meta, hizo del muro de Ans la tumba deportiva de Jalabert.

Aquel día, el bicho fue demasiado, como lo sería Vandenbroucke para él un par de años después.

Imagen: L´Equipe

 

 

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